Los problemas empieza en el colon
El
hijo de unos amigos vive agobiado por todo tipo de enfermedades: alergia, asma,
eczema, diarreas, estreñimiento y además va de infección en infección.
Sus
padres le han eliminado de la dieta la leche, el gluten, los embutidos, los
huevos pero no le ha servido de nada.
Resulta
que el niño nació por cesárea.
Cuando
me lo dijo, no lo dudé ni un segundo. Enseguida pensé: “Flora intestinal”.
La flora
intestinal se determina en el nacimiento
La
composición de la flora intestinal depende, en primer lugar, de la manera en la
que nacemos.
Cuando
nos encontrábamos en el vientre de nuestra madre, nuestro tubo digestivo era
estéril. No tenía microbios.
Las
bacterias y levaduras no se instalan en él hasta el momento del parto: 72 horas
después de nacer, nuestro tubo digestivo contiene ya ¡millones y millones de
bacterias y levaduras!
¿Pero
de dónde proceden todas esas bacterias y levaduras? Aún lo desconoce mucha
gente, pero para los niños que han nacido por parto natural proceden de la
flora vaginal de la madre.
Ahora
bien, la flora vaginal depende en gran medida de la flora intestinal, por
lo que las mujeres que en las últimas semanas de embarazo tengan una adecuada
flora intestinal, dejarán a sus hijos una excelente herencia de especies
microbianas para que siembren su intestino. Si por el contrario el intestino de
la madre está contaminado por especies oportunistas y patógenas, por desgracia
el bebé también las heredará.
De
esta manera queda demostrado que la predisposición a padecer ciertas
enfermedades tiene relación directa con un tipo de microflora que se transmite
de madres a hijos en el nacimiento. En particular ocurre con los descendientes
de mujeres que sufren asma o dermatitis. Si durante los últimos meses de
embarazo la madre regenera su microflora (veremos cómo), el niño no será
portador de una flora que pueda provocarle eczemas y/o asma. De esta manera tan
sencilla se puede evitar que el recién nacido sufra una deficiencia que puede
arrastrar de por vida, y que a su vez podría derivar en una bronquitis crónica
que requeriría de asistencia respiratoria, convirtiéndole en una persona
dependiente.
Existe
otro caso igualmente preocupante y es el de los niños que nacen por cesárea.
El
bebé que nace por cesárea, al ser extraído directamente de la placenta
(habitáculo estéril), no tiene contacto con la flora de su madre. Recibe
entonces la microflora del entorno, es decir, del hospital, que suele estar
poblado de bacterias resistentes a los antibióticos, en especial la desgraciadamente
famosa estafilococo aureus (Staphylococcus aureus).
Si
no se corrige a tiempo, la flora intestinal de origen hospitalario puede tener
consecuencias dolorosas para toda la vida.
Así
que es muy importante que desde el momento mismo del nacimiento, las mamás a
las que por fuerza debe practicárseles una cesárea siembren el tubo digestivo
de su bebé con bacterias beneficiosas para la salud. Antes de hablar de cómo
hacerlo, déjeme que puntualice que incluso una flora intestinal buena en el
nacimiento puede llegar a desequilibrarse.
Cómo
se puede romper el equilibrio de la microflora.
Tras
el nacimiento, el equilibrio de la microflora intestinal se encuentra en
constante evolución. Se trata de un equilibrio dinámico que puede romperse por
diferentes factores endógenos y exógenos: factores endógenos (que se originan
en el interior del organismo): puede que tengamos un sistema inmunitario
deficiente o una enfermedad metabólica leve que ocasione una modificación de la
flora intestinal. Si nos hacemos una herida o pasamos por el quirófano, tenemos
una inflamación, estreñimiento
crónico
o un tumor en el intestino, la microflora también puede alterarse gravemente,
lo que empeora los síntomas de la enfermedad prolongando la recuperación.
Factores
exógenos (que se originan en el exterior): una alimentación desequilibrada, la
contaminación por metales pesados o por
pesticidas utilizados en el campo o por aditivos alimentarios antimicrobianos,
infecciones por gérmenes patógenos, niveles altos de estrés, tratamientos
antibióticos, vacunas, todo ello favorece la inhibición de las bacterias
buenas, dejando espacio para que se reproduzcan los gérmenes oportunistas y
patógenos que son responsables de enfermedades.
Las
consecuencias pueden tener mayor o menor gravedad, e ir desde simples
trastornos digestivos hasta la ruptura total de las defensas del organismo. En
ese caso, se corre el riesgo de que los gérmenes se multipliquen hasta provocar
una infección generalizada (septicemia), y potencialmente la muerte.
Esto
demuestra que una flora intestinal equilibrada es clave a la hora de estar
sanos y hacer frente a las enfermedades. Nuestro objetivo debe ser conservar la
flora en un estado microbiológico perfecto.
“El tubo digestivo mal cuidado
provoca desequilibrios y trastornos”
Si
tenemos un tubo digestivo mal cuidado, poblado de bacterias, hongos
oportunistas y patógenos (en particular, Candida) y contaminado por
alimentos mal digeridos, corremos el riesgo de que se quede atascado por
materia fecal tóxica. Esta situación puede provocar desequilibrios y trastornos
de distinta gravedad.
En
concreto, se puede sufrir estreñimiento habitual, gases, diarreas, inflamaciones
de distinta índole, alteraciones en la piel, cambios de humor o enfermedades
más graves, como una colopatía funcional, una diarrea sangrante e incluso
cáncer de colon.
Al
hacer una autopsia, es fácil comprobar si el colon de la persona fallecida se
encontraba muy atascado por excrementos. Es el origen del dicho: “la muerte
empieza en el colon”.
Un
intestino sucio conlleva el riesgo de tener un sistema inmunitario deficiente.
Se es más vulnerable ante enfermedades infecciosas e inflamatorias relacionadas
con el aparato digestivo, respiratorio, urogenital, etc.
Además,
tener el colon “enfermo” también es un factor desencadenante de trastornos
emocionales. Poca gente lo sabe, ni siquiera todos los médicos, pero las
células del intestino producen el 80% de la hormona del buen humor (la
serotonina) que se encuentra en el cuerpo.
De
alguna manera, el intestino es nuestro “segundo cerebro”, así que tenemos que
cuidarlo muy bien.
Los malos
olores no son normales
La
función principal del colon es fermentar los alimentos que no se han digerido
completamente para extraer los últimos nutrientes y hacer que pasen a la
sangre. Cuando el colon está sano y funciona bien, sólo quedan residuos
inutilizables que se evacuan con regularidad, y que no desprenden mal olor.
Por
el contrario, en presencia de bacterias y levaduras nocivas, el tránsito se
altera produciendo estreñimiento o diarrea y los residuos alimentarios huelen
mal. Además, cuando se tiene una mala digestión, aparte de ser desagradable en
sí mismo, nuestro organismo no puede extraer los nutrientes de la comida de
manera satisfactoria. Si no se hace nada al respecto, se puede llegar a tener
déficit nutricional, o incluso carencias.
La
flora nociva produce también gas carbónico, metano e hidrógeno en abundancia. Y
los gérmenes se extenderán hasta provocar bolsas de gas a lo largo del colon,
generándonos la sensación de que vamos a estallar. Las flatulencias y gases no
tienen nada de gracia. Indican una mala digestión y también que el colon
necesita ayuda. Este círculo vicioso se origina por la falta de bacterias
“buenas”, beneficiosas para la salud, que favorezcan la digestión.
Utilizar
el término “flora” aplicado al intestino puede chocar, pero lo cierto es que
hace referencia al número de especies de bacterias y levaduras (200 tipos como
mínimo) que ahí cohabitan, como ocurre en los jardines botánicos. Y cada
persona tiene su propia flora intestinal, tan personal como su huella dactilar.
Cuidar
su propio jardín es responsabilidad de cada persona; resembrarlo con
frecuencia, eliminar las malas hierbas, abonarlo o bien abandonarlo. En este
último caso, lo que era un bonito jardín inglés rápidamente se convertirá en un
horrible y nauseabundo vertedero, refugio de especies nocivas que pueden
provocar enfermedades.
Cuidar el
tubo digestivo
En
Internet se puede encontrar una gran oferta de productos, más o menos fiables,
que sirven para limpiar el tubo digestivo. Pero el intestino no es ni una
chimenea que haya que deshollinar, ni una tubería que haya que desatascar. De
hecho, es más delicado, y a la vez mucho más sencillo.
Por
lo general no deberíamos hacer nada. La madre naturaleza lo ha previsto ya
todo: un ejército de miles de millones de microorganismos que pueblan el colon
(el último tramo del intestino, justo antes del recto), que día y noche lo
protegen y limpian impidiendo que las bacterias y levaduras dañinas se
desarrollen e invadan la zona.
Los
microbios del intestino son muy numerosos; hay hasta cien veces más que células
tiene el cuerpo, es decir, unos 100 millones de millones (¡14 ceros!).
Este
inmenso ejército recibe el nombre de “flora intestinal” o “microbiota”.
Utilizar
el término “flora” aplicado al intestino puede chocar, pero lo cierto es que
hace referencia al número de especies de bacterias y levaduras (200 tipos como
mínimo) que ahí cohabitan, como ocurre en los jardines botánicos. Y cada
persona tiene su propia flora intestinal, tan personal como su huella dactilar.
Cuidar
su propio jardín es responsabilidad de cada persona; resembrarlo con frecuencia,
eliminar las malas hierbas, abonarlo o bien abandonarlo. En este último caso,
lo que era un bonito jardín inglés rápidamente se convertirá en un horrible y
nauseabundo vertedero, refugio de especies nocivas que pueden provocar
enfermedades.
Como Cuidar
y mejorar la flora intestinal
Algunas
de las bacterias presentes en la flora intestinal tienen un efecto positivo
para la salud y para la vida en general: por ese motivo, los científicos las
han bautizado como “probióticas” (beneficiosas para la vida). Estimulan el
sistema inmunitario, reducen las alergias y alivian la inflamación del
intestino. También impiden la producción de toxinas susceptibles de sobrecargar
el hígado, mejoran el tránsito intestinal, disminuyen las flatulencias y
previenen los trastornos digestivos (estreñimiento o diarrea). Para que
realmente merezcan llamarse probióticos, es necesario demostrar sus efectos
científicamente.
Pero
existen otras especies oportunistas o patógenas, susceptibles de originar
problemas de salud de todo tipo, entre ellos alergias, micosis y hasta alguna
enfermedad.
Entre
las micosis, la candidiasis provocada por la Candida albicans es alarmante,
puesto que la proliferación de este germen en el organismo provoca una
alteración del sistema inmunitario que puede abrir la puerta a otras
enfermedades, como el cáncer.
El
reto es el siguiente: tenemos que favorecer la proliferación de bacterias
beneficiosas mediante la implantación de especies favorecedoras de bacterias
saludables y el uso del “abono” adecuado, y al mismo tiempo, debemos
impedir que se desarrollen las especies patógenas, que dan origen a
enfermedades”.
A
continuación puede ver qué medidas puede tomar para reforzar su sistema
inmunitario, aumentar su vitalidad y en definitiva, mejorar su bienestar:
Se
deben consumir con moderación alimentos en estado puro, no procesados, como la
carne, el queso, las grasas y los azúcares simples (o monosacáridos), ya que
pueden romper el equilibrio de la microflora.
Desde
los años cincuenta, el consumo de alimentos en estado puro no ha dejado de
crecer, con el consiguiente e incesante desarrollo de lo que llamamos
enfermedades del mundo desarrollado: es decir, enfermedades cardiovasculares,
trastornos digestivos, metabólicos, del sistema nervioso u osteoarticular, etc.
Sirva
como ejemplo el elevado consumo de azúcares simples: sacarosa, fructosa,
maltosa, lactosa, glucosa…
Todos
los alimentos azucarados o que se transforman rápidamente en azúcares
simples, incluido el zumo de frutas, favorecen la proliferación de una flora
fúngica que altera el sistema inmunitario, aumentando el riesgo de diabetes,
obesidad, accidentes cardiovasculares y todo tipo de cáncer.
Puede
parecer exagerado, pero hoy en día los médicos no tienen ninguna duda al
respecto: un consumo elevado de azúcar produce hiperglucemia y,
consiguientemente, hiperinsulinemia, que provoca la formación del tumor
cancerígeno y acelera el crecimiento de células tumorales.
Los
españoles consumen de media 43,8 kilos de azúcar al año, es decir, unos 120 gramos al día (equivalente
a entre 15 y 20 cucharaditas de postre diarias). La mayor parte de este azúcar
se “cuela” a través de productos elaborados (refrescos y bebidas azucaradas,
cereales, derivados lácteos, etc. que se endulzan con fructosa, el principal
edulcorante industrial). Esta cifra es alarmantemente alta. Debería reducirse
como mínimo hasta colocarse por debajo de los 10 kilos al año. Y también
deberíamos reducir el consumo de carne, grasas saturadas y lácteos.
Así
que prioricemos las frutas, legumbres y cereales integrales, bayas, frutos
secos, pescados grasos ricos en nutrientes como el colágeno, minerales,
vitaminas liposolubles y ácidos grasos omega-3. Podemos tomar algo de carne,
lácteos (sobre todo leche de cabra y oveja) y aceites vegetales (preferiblemente
aceite de oliva, coco o nuez), algo menos de grasas saturadas y muy pocos
dulces.
Comer
más fibra: es “prebiótica”
La
alimentación moderna es demasiado rica en alimentos en estado puro (carne,
queso, grasas y azúcares) y pobre en fibra. A pesar de no ser un nutriente
esencial de nuestro cuerpo, la fibra alimentaria resulta indispensable para
preservar la flora intestinal, que se alimenta de ella transformándola en
ácidos orgánicos que protegen y regeneran la mucosa intestinal.
Algunas
fibras alimentarias son solubles porque tienen poco peso molecular. Se las
denomina “prebióticas” porque su objetivo es estimular el crecimiento de las
bacterias “probióticas” o bacterias “buenas” del ecosistema intestinal.
Como
nuestra flora intestinal se nutre de fibras, no podemos dejar que se eche a
perder privándola de las fibras solubles que podemos encontrar, por ejemplo, en
la fruta de temporada bien madura, en una gran variedad de legumbres
(preferiblemente leguminosas y crucíferas) y en los cereales de siempre, pobres
en gluten (arroz, mijo, avena, espelta…).
Consuma
especialmente legumbres y frutas ecológicas, porque no contienen pesticidas
(cancerígenos) ni conservantes (antibacterianos y antifúngicos que alteran la
flora intestinal).
Además,
en necesario evitar la ingesta conjunta de hidratos de carbono y alimentos
ácidos (por ejemplo, cereales y cítricos, cereales o legumbres con vinagre o
limón, tomate y pasta o arroz…), ya que los ácidos neutralizan la acción de las
enzimas salivales sobre el almidón de los hidratos de carbono, con la
consiguiente producción de toxinas en el intestino.
Redescubrir
los productos fermentados
Todas
las semiconservas fermentadas contienen bacterias del grupo láctico
(Lactococcus, Enterococcus, Leuconostoc, Pediococcus, Streptococcus,
Lactobacillus).
Nuestros
antepasados comprendieron instintivamente que los productos fermentados se
conservaban bien y que su consumo era beneficioso para la salud. El mundo de la
microbiología ya puso poco a poco de manifiesto que algunas bacterias desarrolladas
espontáneamente en los productos con fermentación láctica poseían
características “probióticas”, es decir, beneficiosas para la salud.
El
chucrut se viene consumiendo desde la época de los Romanos, y la col fermentada
sigue siendo hoy un plato importante de la cocina centroeuropea, desde Alsacia
hasta Ucrania. En Polonia, Ucrania y muchos países de Europa del Este se
consume borsch, una sopa de verduras cuyo ingrediente principal es el zumo
fermentado de remolacha.
En
la cocina occidental, las aceitunas, pepinillos, remolacha, nabos, etc. se
conservan mediante fermentación láctica. No obstante, la industria
agroalimentaria tiende cada vez más a conservar los productos en escabeche o en
vinagre, o a esterilizarlos tras la fermentación, lo que destruye las
bacterias. La cerveza de hoy en día suele pasteurizarse a pesar de estar
fermentada, por lo que contiene muy pocas bacterias y levaduras.
Por
el contrario, la leche fermentada es muy rica en bacterias beneficiosas para la
salud con características “probióticas” de diferentes propiedades en función de
la especie y biotipo bacteriano utilizado.
Es
el caso del yogur (fermentado por Streptococcus thermophilus y Lactobacilus
bulgaricus), la leche acidófila (fermentada por Lactobacillus
acidophilus), la leche con bifidus (fermentada por Bifidobacterium bifidum,
longum, breve o lactis), el kéfir (fermentado por varias especies de
Lactococcus, Leuconostoc, Lactobacillus, Sacharomyces, Kluyveromyces, etc.).
Todos estos tipos de leche fermentada son importantes para la salud,
especialmente si la materia prima procede de cabra, oveja o yegua, teniendo en
cuenta que la elaboración no sea industrial y ni con concervantes. En lo que
respecta a los yogures clásicos, cada vez más y más personas desarrollan una
intolerancia a la leche de vaca, que se manifiesta en inflamaciones como
rinitis, sinusitis, artritis, artosis, etc.
De
acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS o WHO), la definición de
probióticos es: "Microorganismos vivos que, cuando son suministrados en
cantidad adecuadas, promueven beneficios en la salud del organismo
huésped".
Una
muy buena opción se encuentra en el consumo de bebidas probióticas. Como puede
se la bebida Soma y el Molkosan:
"BebidaSoma": Contiene mil millones
de diferentes cepas de probióticos o microorganismos vivos y saludables. En
cuanto se mezcla el polvo en un litro de zumo ecológico y después de dos días
de reposo y fermentación, se han multiplicado a 40 mil millones de beneficiosos
microorganismos. Ingeridos en cantidades suficientes, tiene un efecto
beneficioso en el organismo, permanecen activos en el intestino y ejercen
importantes efectos fisiológicos, como contribuir al equilibrio de la
microbiota intestinal del huésped y potenciar el sistema inmunitario.