Los estados de ánimo son emociones muy sutiles, pero definen nuestra vida emocional mucho más que las emociones fuertes, que radicalizan y simplifican nuestra percepción de los acontecimientos. Las emociones nos empujan a la acción, y los estados de ánimo, a la reflexión.
A veces no sabemos qué hacer con
lo que sentimos...
Yo más bien diría que no sabemos exactamente qué sentimos y entonces caemos en la cavilación – darle vueltas incesantemente a lo que nos pasa – o la huida; pero cada vez que rechazamos sentir nuestros estados de ánimo, el problema persiste. Lo que hay que hacer es escucharlos, tienen un mensaje para nosotros. El análisis de los estados de ánimo nos vuelve más inteligentes.
Hay que saber hacerlo.
Primero aceptación y después acción, nunca reacción o negación. Aceptar nuestros dolores deja sitio a nuestras dichas, y volcarse (transitoriamente) en uno mismo permite volcarse hacia el futuro; pero aceptar la tristeza no significa sumirse en ella. Y hay que distinguir entre cavilar y reflexionar.
¿Cómo distinguirlo?
Las cavilaciones surgen de la pregunta ¿por qué?: ¿por qué he tomado esa decisión?, ¿por qué me ha pasado a mí?. La mejor pregunta para ver más claro es cómo: ¿cómo hacer para que el problema no persista?. Eso es reflexionar. El por qué es una pregunta intelectual, cómo una observación. Conocer cuál es mi experiencia cuando me siento mal trae lucidez para enfrentar el problema.
Los estados de ánimo pueden
cambiar varias veces en un mismo día.
Lo deseable sería dar a cada estado de ánimo la respuesta que le corresponde, pero solemos dar a todos la misma respuesta. La herramienta adecuada es la introspección, detenerse y preguntarse qué estamos sintiendo, pero resulta difícil, muy difícil.
No me desanime, doctor.
Un recurso valioso es la meditación de plena consciencia, es decir: estar presente en la experiencia del momento que estamos viviendo, sin filtro, aceptando lo que llega; sin juicios de valor y sin expectativas.
¿Por qué pesan más los estados de ánimo
negativos que los positivos?
Nuestro cerebro está cableado así, nos atrapa más lo malo que lo bueno. Cuando estamos en calma, frente al mar por ejemplo, no nos permitimos disfrutarlo, enseguida nos viene a la cabeza un pensamiento del tipo “debo...” o “hubiera tenido que...”. En lugar de estar en el instante presente, vivimos en la anticipación o en el rumiar.
Hay situaciones y sentimientos
ante los que no tenemos respuesta.
Hay que aceptar que el misterio existe, pero queremos tener respuestas para todo. La persona ansiosa es la que soporta mal la incertidumbre. La tendencia a la preocupación reposa sobre una intolerancia frente a la incertidumbre.
¿Preocuparse es cavilar sobre el futuro?
Así es. Estar preocupado es tener la mente repleta de problemas por adelantado, ocupada y nerviosa. Deja espacio para otros estados de ánimo, como las pequeñas alegrías cotidianas.
¿Cómo regular la inquietud?
Entendiendo que no podemos controlarlo todo y que los problemas forman parte de la vida, aceptando la incertidumbre; pero preferimos llenar el inquietante vacío de la incertidumbre actuando o anticipando. Nos apegamos a lo que debería ser en lugar de a lo que es.
Enséñeme a facilitar los estados
de ánimo positivos.
Sonría, sabemos que sonreír aumenta los estados de ánimo positivos. Y ante un problema, dé un paseo: en lugar de bloquear el estado de ánimo intelectualmente, muévalo físicamente y tome distancia. Moverse, hablar con otras personas y entrenarse en ejercicios de gratitud son remedios poderosos.
¿Cómo se entrena la gratitud?
Cada noche, piense en tres momentos agradables del día y dese cuenta de que casi siempre esos momentos se los debe a otras personas, al amigo con quien ha compartido la comida... O si ha estado feliz escuchando música, agradezca ese momento a aquel compositor que vivió hace tres siglos.
Brillante idea.
Pensar tu felicidad ligada a otras personas da más potencia a esa experiencia y más seguridad, nos da fuerza para luchar contra ese sentimiento de soledad existencial.
La dulzura es otra gran
herramienta.
Cierto, solemos pensar que la dulzura, la amabilidad, el respeto por los otros, es bueno para los que lo reciben, pero todavía es mejor para quien lo da y es consciente de las consecuencias de sus actos.
La felicidad ¿se aprende?
Un 50%, sí. La felicidad es
bienestar más conciencia. Se trata de convertir los pequeños momentos de
bienestar en felicidad iluminándolos con la conciencia. Saber que la felicidad
es efímera e intermitente, saber hallar dentro de la tristeza o la desdicha un
momento para sonreír y asumir la imperfección nos predispone a la felicidad.
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